
La vida de Daniel se dividió en dos momentos: el “antes” y el “después”. Un accidente automovilístico lo dejó sin vista y durante mucho tiempo creyó que su vida había terminado. Las noches eran interminables, llenas de silencio y desesperanza. Pero en medio de esa oscuridad apareció Laura, la mujer que cambiaría su destino para siempre.
Ella no se fijó en lo que él había perdido, sino en lo que aún conservaba: su corazón, su bondad y su fortaleza. Para Daniel, ella era un rayo de luz. No sabía el color de sus ojos ni la forma exacta de su sonrisa, pero lo que realmente lo enamoró fue su risa sincera, el aroma de su perfume y la tranquilidad de su respiración mientras dormían juntos. Laura lo amaba sin condiciones, y él, poco a poco, volvió a creer en la vida.
El día de la boda llegó. El jardín estaba iluminado por el sol del atardecer, con un arco de rosas blancas y los invitados expectantes en silencio. Daniel estaba en el altar, tomado de la mano de Laura. Aunque no podía verla, sentía cada temblor de sus dedos, cada emoción que recorría su cuerpo. Todo parecía perfecto, pero en ese momento ocurrió lo imposible.

Mientras intercambiaban votos, Daniel sintió un destello extraño. Primero fue solo una mancha de luz, confusa y brillante. Parpadeó varias veces sin entender lo que sucedía. Luego, las formas comenzaron a definirse: colores, sombras, contornos… hasta que, de pronto, pudo ver. Su corazón se aceleró al reconocer el verde del jardín, los rostros de los invitados y el resplandor del cielo. Y finalmente, por primera vez después de tantos años, miró a su esposa.
Se quedó mudo. Apenas susurró: —¿Eres tú?
Daniel siempre había imaginado a Laura de una manera distinta. En sus pensamientos, la veía con un rostro perfecto y delicado. Pero lo que encontró frente a él fue inesperado: en su piel había cicatrices profundas, marcas de antiguas quemaduras que habían dejado huellas visibles.
Laura lo notó de inmediato. Sus ojos se llenaron de lágrimas y dio un paso hacia atrás. Su voz temblaba cuando murmuró: —Entenderé si ya no puedes verme igual.

Los invitados contuvieron la respiración. El silencio en la ceremonia era absoluto. Todos esperaban lo que diría el novio.
Daniel rompió en llanto, pero no de tristeza. Dio un paso al frente, tomó con firmeza las manos de Laura y la miró a los ojos. —Tú me amaste cuando estaba en la oscuridad, cuando me sentía roto y sin esperanza. Me aceptaste tal como era. Ahora me toca a mí. Para mí, eres hermosa. Siempre lo fuiste y siempre lo serás.
Las lágrimas corrían por sus mejillas, pero su voz era clara y sincera. En ese instante, ya no veía cicatrices, solo veía a la mujer que le devolvió la vida. La abrazó con fuerza, y el salón entero respiró aliviado.
Ese día, Daniel comprendió una lección que jamás olvidará: la verdadera belleza no se mide por la perfección del rostro, sino por la luz que una persona transmite cuando ama de verdad. Laura fue su milagro, y verlo con los ojos por primera vez no hizo más que confirmarlo.