
—¿Eutanasialo? —pregunté, incrédulo.
—Sí —respondió la dueña con frialdad—. Ya no lo quiero.
El cachorrito, ajeno a la dureza de aquellas palabras, tironeaba con sus dientecitos mi bata de trabajo. En sus ojos traviesos no había miedo, a pesar del olor a desinfectante, de la bata blanca del veterinario y de que su propia dueña pensaba deshacerse de él de la forma más cruel.
—Pero no tiene problemas de salud ni de conducta agresiva —traté de razonar.
—¿Y qué? Simplemente no lo quiero —insistió.
La verdad es que el perrito sí tenía un “problema”, aunque no de salud. Su aspecto no correspondía al de la raza que le prometieron. A los seis meses los cachorros suelen verse desgarbados, a medio camino entre la ternura de bebé y el porte adulto. Este pequeño había sido comprado en un mercado como si fuera un “Grifón”, de hocico chato y pelaje duro.
Algunas características las tenía, pero ya había crecido más que el Grifón más grande y se acercaba al tamaño de un Schnauzer mediano. Su quijada prominente le daba un aire de Bóxer, mientras que una oreja erguida y la otra caída lo hacían parecer un perro pastor. Su pelaje duro se alzaba en mechones rebeldes. Francamente, si existiera un concurso de “perro más feo”, seguramente estaría entre los finalistas.
—Yo quería un perro pequeño —se quejaba la mujer—. En lugar de eso, me vendieron este mestizo tan feo.
—No se compran perros de raza en un mercado —murmuré con seriedad.
—¡Cierto! ¿Y sabe cuánto cuestan en un criadero?
—Lo sé —respondí con irritación.
Pensé en las opciones. La primera, muy tentadora: bañarla con desinfectante verde para que pasara una semana tratando de quitárselo. Pero las consecuencias legales no valían la pena. La segunda: negarme a sacrificar un animal sano, con el riesgo de que lo abandonara en el frío de enero. La tercera: llamar a un refugio.
Suspiré y marqué el número del albergue.

—Hola, Sveta. ¿Tienes lugar para un cachorro macho de seis meses? Parece mezcla de bulldog y terrier —dije bromeando—, feo como yo después de una guardia, pero es un amor. Te mando foto. ¿Lleno otra vez? Está bien, lo cuidaré hasta que puedas recibirlo.
Colgué y me encontré con la mirada sorprendida de la dueña. No iba a regalarlo tan fácil, así que cambié de estrategia.
—Mire —le dije con voz más fría que la ventana helada—, no puedo sacrificarlo. Además, en temporada de fiestas el precio se duplica. Tendría que pagar cremación y almacenamiento hasta que pase el camión de desechos el lunes.
—¡Esto es un abuso! —exclamó indignada.
—Concuerdo en que es injusto —respondí—. Pero no pongo las tarifas. Para ahorrarse dinero, firme una renuncia y yo lo llevaré a un refugio para que encuentre un nuevo dueño.
—¿Un nuevo dueño? —repitió incrédula—. ¿Quién querría un perro tan feo?
—Quizá sea de una raza rara y quiera venderlo —insinué.
La mujer frunció el ceño.
—¿Y las vacunas? —pregunté sin inmutarme—. Para venderlo necesita pagarlas primero.
—¿Vacunas? ¿Y si lo vendo sin ellas?
—Puede intentarlo, pero si la descubren, la multarán —dije con calma.
—¡No, gracias! —dijo finalmente, quitándole el collar y empujando al cachorro hacia mí—. Llévese a este “milagro”. ¿Dónde firmo?
Le tomé una foto y se la envié a Sveta para que la publicara en la página del refugio. Alimenté al perrito y lo acomodé en una jaula de la clínica. Con el consultorio en calma, empecé a cantar para relajarme:
—“Mañana gris, amanecer nublado…”

—¡Guau! —respondió juguetón desde la jaula.
—¿Sabes cantar? —pregunté sorprendido—. Entonces tu nombre será Milagro. ¡Cantemos juntos!
Cantamos varias melodías y no noté que la puerta se abría hasta que unos aplausos me hicieron dar un salto.
—¡Bravo, bravo! —rió un hombre mayor, delgado y de andar sigiloso. Era mi amigo y colega veterinario, Alejandro “Shurik”.
—¡Me asustaste!
—Yo pensé que habías enloquecido —bromeó—. Pasé y escuché aullidos.
Le expliqué la situación y le pedí que acogiera al cachorro.
—Después de que murió Mukhtar, juré no tener otro perro —dijo con tristeza.
Mukhtar, su anterior compañero, había dejado un vacío enorme. Pero insistí:
—Es solo temporal, hasta que haya lugar en el refugio.
Shurik miró al cachorro, sonrió y aceptó:
—Está bien, solo un par de días. ¿Cómo se llama?
—Milagro.
—Le queda perfecto.
Días después, cuando lo llamé para avisar que había espacio en el refugio, me sorprendió su respuesta:
—Olvida el refugio. Este perro no se vende ni por todo el oro del mundo. Hace reír a mi esposa después de la muerte de Mukhtar, entiende cada palabra y hasta baila. ¡Gracias, amigo!
Colgué, observando la nieve caer suavemente y las luces de las fiestas titilar. Me di cuenta de que los milagros llegan cuando menos los esperamos: un cachorro rescatado, una nueva risa en el hogar de Shurik y yo, un veterinario, convertido en el inesperado puente de dos destinos.
El teléfono sonó de nuevo. Mi asistente contestó:
—Clínica veterinaria, buenas tardes. Sí, estamos abiertos. Tráigalo en persona, por favor.
Me alejé de la ventana y, mientras preparábamos la sala de operaciones para otro paciente, pensé: hoy también es un buen día para seguir creyendo en los milagros.