
Las luces de America’s Got Talent brillaban intensamente, bañando el escenario con un resplandor dorado, pero en el instante en que ella entró en el foco de luz, una risa nerviosa recorrió al público.
Una anciana, delgada y frágil, avanzaba lentamente, sosteniendo con una mano temblorosa una maleta desgastada. Su largo cabello gris y enmarañado enmarcaba un rostro pálido y cansado, y su vestido amarillo, manchado y deshilachado en los bordes, parecía haber sobrevivido a mil tormentas olvidadas. Se movía con lentitud, de manera deliberada, sus pies descalzos golpeando suavemente el piso pulido.
Los jueces intercambiaron miradas inciertas. Alguien en el público soltó una risita. Algunos susurraron. Para muchos, parecía perdida, fuera de lugar, como si se hubiera equivocado de escenario.
Pero ella no habló.
Colocó la vieja maleta frente a sí, sus dedos se demoraron en el asa de cuero agrietado por un momento antes de soltarla. Su mirada recorrió la sala y, por un instante fugaz, sus ojos pálidos y acuosos parecieron contener siglos enteros.
Entonces, abrió la maleta.
Al principio, no había nada dentro—solo oscuridad, profunda e insondable, como si la maleta guardara no objetos, sino un pedazo del cielo nocturno. La risa se detuvo. Los murmullos se apagaron. La mujer metió la mano, su frágil brazo desapareció en las sombras, y cuando lo sacó, sostenía un pequeño orbe luminoso—débil, titilante, como el último aliento de una estrella moribunda.
Las luces del teatro se atenuaron de inmediato, dejando solo a ella y el tenue resplandor en su palma.
Y entonces, ocurrió lo imposible.
Levantó lentamente el orbe, susurrando algo demasiado bajo para escucharse. En el momento en que las palabras salieron de sus labios, el resplandor explotó en ondas de luz que bañaron el escenario, a los jueces y a todo el público. El aire pareció vibrar, como si las paredes mismas de la realidad se hubieran resquebrajado.
Uno por uno, los presentes comenzaron a ver cosas.
Algunos vieron recuerdos—momentos de amor que creían perdidos para siempre. Otros vieron rostros que no habían contemplado en décadas. Algunos lloraron sin entender por qué, llevándose las manos al corazón como si intentaran evitar que se les deshiciera el alma.
Los jueces permanecieron inmóviles, olvidando sus micrófonos, respirando con dificultad.
Y en medio de todo, la anciana se quedó perfectamente quieta, sosteniendo el orbe contra su pecho como si guardara un secreto.
Luego, tan de repente como había comenzado, la luz desapareció.
La maleta se cerró. El orbe ya no estaba. El escenario volvió a la normalidad, nuevamente bañado en una luz común y corriente. El público parpadeó, desorientado, como si despertara de un sueño que no quería abandonar.
Ella los miró una vez más, su mirada suave, casi amable, y susurró solo dos palabras:
“Recuérdenme.”
Después tomó la maleta gastada, se dio la vuelta y salió del escenario.
No hubo aplausos. No quedó rastro de risa.
Porque todos en aquel teatro comprendieron que no habían presenciado una simple actuación.
Habían sido tocados por algo eterno—algo que los perseguiría para siempre.