La Noche en que un Médico Cumplió la Última Promesa de una Madre

Aquella noche, el hospital estaba envuelto en un silencio pesado, como si una neblina de cansancio y preocupación cubriera cada pasillo. El sonido constante del monitor cardiaco —bip… bip…— marcaba el ritmo de cada segundo, recordando que el tiempo, en situaciones como esa, vale más que el oro.

El doctor Andrés, exhausto después de una cirugía que se había prolongado por varias horas, apenas había tenido tiempo de limpiarse el sudor cuando la enfermera Mariana llegó apresurada.

—Doctor Andrés, la señora de la habitación 305… su estado empeoró de repente. Pero… —Mariana titubeó, con la voz cargada de tensión— ella insiste en ver a su hijo antes de… antes de partir.

Andrés no esperó a escuchar más. Su corazón comenzó a latir con fuerza mientras caminaba a paso rápido por el pasillo. Conocía bien a la paciente: Doña Rosa, una mujer de 85 años que llevaba meses luchando con una enfermedad cardiaca en fase terminal. Su único deseo, repetido en cada visita, era poder ver y tomar la mano de su hijo, que trabajaba lejos, antes de cerrar los ojos para siempre. Pero esa noche, una crisis repentina amenazaba con arrebatarle sus últimos momentos.

Al entrar a la habitación, Andrés encontró a Doña Rosa recostada, el rostro pálido y la respiración agitada. Sus ojos, empañados por la edad y el cansancio, se iluminaron apenas lo vieron.

—Doctor… ¿mi hijo… ya llegó? —susurró con un hilo de voz casi imperceptible.

Andrés sintió un nudo en la garganta. Sabía que el hijo de Doña Rosa aún estaba en un vuelo de regreso y que faltaban horas para su llegada.

—No se preocupe, doña Rosa. Voy a buscar la manera de que lo vea —dijo, tomando entre sus manos la frágil mano de la anciana. Su piel estaba tan fría que a Andrés le pareció escuchar, en su propio pecho, el tictac de un reloj acelerado.

Salió de la habitación a toda prisa. Llamó varias veces al número de contacto, pero la línea estaba ocupada. Cada minuto se alargaba como si el tiempo se negara a avanzar.

—¡Mariana! —llamó con urgencia—. Prepara una tablet y haz una videollamada, ¡rápido!

La señal de internet titubeaba, la imagen se entrecortaba. Dentro de la habitación, Doña Rosa parecía una vela a punto de apagarse, su respiración apenas un suspiro. Por fin, la conexión se estabilizó y el rostro del hijo apareció en la pantalla: ojos enrojecidos, voz temblorosa.

—¡Mamá! Soy yo… —dijo, conteniendo el llanto.

Los ojos de Doña Rosa se iluminaron con una chispa de alegría. Un débil destello de vida se dibujó en su rostro cansado. Levantó la mano temblorosa hacia la imagen, como si pudiera tocar a su hijo a través de la pantalla.

—Espérame, mamá… ya casi llego —respondió él entre sollozos.

Andrés sostuvo con cuidado la mano de la paciente y acercó la tablet para que la imagen de su hijo quedara a escasos centímetros de sus dedos. Por un instante, bajo la luz blanca de la lámpara, madre e hijo parecían fundirse en un abrazo que vencía la distancia.

De pronto, el monitor cardiaco emitió un sonido prolongado: bip—. La enfermera Mariana miró de inmediato los valores.

—¡La presión arterial está cayendo rápido! —alertó.

—Preparen adrenalina —ordenó Andrés con voz firme.

El silencio era tan denso que cada respiración parecía retumbar en las paredes. La aguja penetró la vena de la anciana. Un segundo… dos… tres… El monitor continuaba emitiendo ese pitido largo que erizaba la piel. Entonces, finalmente, volvió el sonido rítmico: bip… bip… bip…. El corazón de Doña Rosa había regresado a su compás, débil pero constante. Un suspiro colectivo llenó la sala: la ciencia, una vez más, había obrado un pequeño milagro.

Doña Rosa abrió los ojos con esfuerzo. Sus labios se movieron apenas:
—Gracias… doctor… —susurró, con una sonrisa tan tenue como luminosa.

Poco después, se quedó dormida, ahora con un semblante de paz.

En el pasillo, Andrés apoyó la espalda en la pared. Su corazón seguía latiendo con fuerza, pero una lágrima se deslizó por su mejilla. No era solo el alivio tras la emergencia, sino la certeza de haber cumplido una promesa: darle a una madre la oportunidad de ver a su hijo, aunque fuera a través de una pantalla, antes de que la vida cerrara su ciclo.

Esa noche, Andrés comprendió con más claridad que nunca que la labor de un médico no se limita a curar cuerpos. A veces, el deber más sagrado es proteger los últimos deseos, permitir que el amor y la esperanza crucen cualquier frontera, incluso la del tiempo. Porque, en el silencio de un hospital, la mayor medicina puede ser la de un corazón que cumple su palabra.

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