Después de terminar la escuela nosotros cuatro amigos inseparables hicimos un juramento

Cuando terminamos la secundaria, éramos cuatro amigos inseparables. Pasábamos juntos cada recreo, cada tarde y cada aventura. Creíamos que nada ni nadie podría separarnos. Para sellar esa unión, hicimos un juramento que nos parecía eterno: sin importar lo que pasara, dentro de cuarenta años nos reuniríamos en nuestro lugar favorito, el viejo banco de la plaza donde tantas veces soñamos en voz alta.

Éramos jóvenes, con toda la vida por delante, y aunque sabíamos que el futuro podía dispersarnos, nos prometimos que ese pacto sería inquebrantable.

La vida, sin embargo, tuvo otros planes. Apenas nos graduamos, cada uno tomó un rumbo distinto. Algunos se mudaron de ciudad, otros se enfocaron en la universidad y pronto llegaron los trabajos, las familias y las responsabilidades. El contacto se fue diluyendo poco a poco, como sucede con tantas amistades que alguna vez fueron inseparables.

Aun así, el juramento permanecía en el fondo de nuestra memoria. Era un recordatorio de que, aunque los caminos fueran diferentes, la amistad verdadera resistía la distancia y el paso de los años.

Cuarenta años después, llegó el día señalado. Fui el primero en llegar a la plaza. El corazón me latía con fuerza, mezclando nervios y emoción. Minutos después apareció otro de mis amigos, con más canas que antes pero con la misma sonrisa que reconocería en cualquier parte. Poco después llegó el tercero.

Nos abrazamos, conmovidos. Las arrugas y los años no podían borrar la complicidad de nuestra juventud.

Pero faltaba alguien. El cuarto, Alex, no aparecía.

—Seguro viene en camino —dijo uno de ellos.
—Claro, no puede faltar, hicimos un juramento —respondí, aferrándome a la esperanza.

Los minutos comenzaron a volverse eternos. Mirábamos a cada persona que pasaba por la plaza, esperando reconocerlo. El sol comenzó a ocultarse y la ilusión se convirtió en un nudo en el estómago.

Finalmente nos sentamos en el viejo banco. El silencio nos envolvió. La decepción pesaba en el aire: el encuentro estaba incompleto.

De pronto, uno de nosotros notó algo extraño. Justo debajo del banco había un sobre amarillento, cuidadosamente colocado. En el frente estaba escrito un nombre que nos dejó sin aliento: Alex.

Lo tomamos con manos temblorosas y lo abrimos. Desde las primeras líneas, sentimos un escalofrío recorrer nuestros cuerpos.

En la carta, Alex confesaba que su vida no había sido fácil. Mientras nosotros habíamos logrado cierta estabilidad, él había enfrentado obstáculos constantes: trabajos mal pagados, enfermedades y una lucha diaria por sobrevivir.

Escribía que durante todos esos años nunca había olvidado nuestro pacto. Que soñaba con estar presente ese día, en ese mismo lugar. Pero la realidad era cruel: no podía costear el viaje, y eso lo destrozaba por dentro.

Decía que con el tiempo había perdido todos nuestros números y direcciones, que incluso había intentado buscarnos sin éxito. Hasta que, gracias a un conocido, consiguió que alguien llevara la carta y la colocara bajo aquel banco, con la esperanza de que nosotros la encontráramos.

“Tal vez no pueda estar físicamente ahí —escribió—, pero sepan que estoy con ustedes en mis pensamientos. Cuarenta años no borran la verdadera amistad. Siempre los he llevado en el corazón”.

Al terminar de leer, el silencio se apoderó de nosotros. Teníamos un nudo en la garganta y los ojos llenos de lágrimas. La carta no solo nos conmovió, sino que nos recordó lo que realmente significaba la palabra amistad.

En ese momento tomamos una decisión: si Alex no podía venir a nosotros, entonces nosotros iríamos a él.

Al día siguiente, sin dudarlo, emprendimos el viaje. El camino era largo, pero no lo sentimos pesado. Íbamos llenos de ilusión, impulsados por la promesa que habíamos hecho en la juventud y reforzados por la carta que nos había sacudido el alma.

Cuando finalmente llegamos y tocamos a su puerta, el tiempo pareció detenerse. Alex abrió, sorprendido. Al vernos a los tres frente a él, sus ojos se llenaron de lágrimas. Nos abrazamos como si los cuarenta años nunca hubieran pasado.

Ese reencuentro nos enseñó que la amistad real soporta todo: la distancia, la pobreza, el tiempo y las dificultades. Lo importante no era si habíamos cumplido el pacto al pie de la letra, sino que, a pesar de todo, seguíamos siendo cuatro, seguíamos siendo verdaderos amigos.

Aquel viejo banco de la plaza fue testigo de un juramento, y la vida se encargó de mostrarnos que la palabra dada, cuando es sincera, puede sobrevivir incluso a las pruebas más duras.

Y así, después de tantos años, volvimos a estar completos. Unidos. Felices.

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