
Cuando entré al vestíbulo donde trabajaba mi esposo, jamás imaginé que una simple tarde de julio terminaría poniendo mi mundo de cabeza. Aquella tarde solo pensaba en elegir un regalo de cumpleaños para nuestra hija Catherine, que estaba por cumplir catorce años y soñaba con su primer teléfono nuevo. Wayne, mi esposo, había prometido salir temprano para acompañarnos a comprarlo.
El edificio era un respiro de aire fresco en medio del calor abrasador. Me senté en un sillón de cuero, revisando las noticias en mi celular. Faltaba media hora para que Wayne bajara de la oficina cuando un guardia de seguridad se acercó. Era un señor de unos sesenta años, de bigote gris y ojos marrones muy amables. Lo había visto muchas veces antes y siempre me saludaba con un gesto de cortesía, pero esta vez su semblante era distinto: preocupación y decisión se reflejaban en su rostro.
Se inclinó con cautela, miró alrededor para asegurarse de que nadie lo observara y, con un susurro que me puso la piel de gallina, dijo:
—Beatrice, disculpe que la interrumpa, pero necesito darle algo.
Me sorprendió que supiera mi nombre. Sacó un papel doblado de su bolsillo y, de manera discreta, lo deslizó dentro de mi bolso abierto.
—Esto es sobre su esposo. Léalo en casa —añadió en voz baja, evitando mi mirada.

Antes de que pudiera reaccionar, se alejó con naturalidad y retomó su puesto en la entrada. Sentí un escalofrío. ¿Qué podía ser tan importante para que un guardia me entregara una nota en secreto? Mi corazón comenzó a latir con fuerza. Luché contra el impulso de abrir el papel en ese instante, pero su advertencia retumbaba en mi cabeza: “No aquí”.
El vestíbulo, que un momento antes parecía tan común, de pronto se convirtió en un escenario lleno de sospechas. Intenté recordar si en las últimas semanas había notado algo extraño en Wayne. Sí, últimamente se quedaba más tarde en la oficina, pero me había explicado que era por un informe anual y una auditoría de la empresa. Nunca dudé de su palabra. Ahora, esa nota escondida en mi bolso pesaba como una piedra.
Cuando las puertas del elevador se abrieron, Wayne apareció con su traje gris impecable y una sonrisa habitual.
—Hola, cariño —dijo mientras me besaba la mejilla—. Perdón por el retraso, ¿listos para comprar el regalo de nuestra princesa?
Intenté sonreír, pero la intriga me nublaba. Caminamos juntos hacia el estacionamiento. Al pasar frente al guardia, noté que él fingía estar concentrado en unos documentos. En el coche, Wayne hablaba con entusiasmo de las características de varios teléfonos que había investigado, pero yo apenas escuchaba.
—Te noto distraída —comentó en un semáforo.
—Solo fue un día largo en el trabajo —mentí.

La compra del teléfono y la cena posterior con Wayne sirvieron como distracción momentánea. Nuestra hija regresaría tarde de su clase de inglés, así que comimos solos. Mientras él hablaba de futuras vacaciones en una casa frente al mar, yo lo observaba preguntándome si detrás de ese hombre, con quien llevaba dieciséis años de matrimonio, había un lado de su vida que yo desconocía.
Al llegar a casa, Catherine corrió emocionada a configurar su nuevo teléfono. Wayne encendió la televisión para ver las noticias. Aproveché para decir que me daría un baño, pero en realidad me encerré en el baño con la nota en la mano. Me temblaban los dedos al desdoblar el papel.
“Querida Beatrice”, comenzaba el mensaje, escrito con una letra apresurada.
“Perdón por entrometerme, pero mi conciencia no me permite guardar silencio. Trabajo aquí como guardia desde hace cinco años y hace dos semanas, en un turno nocturno, escuché voces en la oficina de su esposo. Era casi la madrugada. La puerta estaba entreabierta y lo vi acompañado de una mujer joven. No me vieron. Desde entonces, he notado que ella lo visita con frecuencia. Ayer los escuché en el elevador hablando de mudarse a un departamento. Su esposo comentó que pronto ‘arreglaría todo’. Sentí que usted debía saberlo. Tenga cuidado. —Brian Lane”.
La nota cayó de mis manos. Sentí que el piso desaparecía bajo mis pies. Aquella tarde que comenzó como un plan familiar para celebrar el cumpleaños de nuestra hija se transformó en una revelación que cambió mi percepción de la vida que compartíamos. Mi mundo, que hasta ese momento parecía estable y feliz, de pronto se llenó de preguntas y de una incertidumbre que nunca imaginé enfrentar.